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Jacinta y la tradición de la chicha en El Espinal
Por: Edgardo Ramírez Polanía
Cocinaba la chicha en un fogón de cuatro puestos hecho de barro cocido, con una fórmula que su abuela le había transmitido para continuar elaborando esa bebida deliciosa que, como la lechona, también sabía preparar. No usaba medidores para los condimentos ni para la sal, que esparcía sobre la lechona cruda con su pequeña mano arrugada y precisa.
Las paredes de la cocina eran negras y brillantes por el humo acumulado de los años, en esa casa que fue pajiza durante mucho tiempo. Nunca se entraba por la puerta principal, sino por el portón, porque el andén era alto. De niño íbamos a su casa los compañeros de estudio de su hijo Fernando, del colegio San Isidoro La Salle y recibíamos helados de su padre, a quien sus amigos le llamaban “el Guerrero”.
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Jacinta conocía bien a su gente. Permanecía envuelta en sus vestidos sencillos y largos, de colores suaves, con su gorra y su delantal blanco. —El vapor de la chicha no me ha dejado enfermar nunca —decía, con una intuición tan intensa que parecía certeza.
Propios y extraños acudían a tomar chicha no fermentada donde Jacinta, que competía sin proponérselo con la avena. Nunca quiso vender nada distinto a su chicha de maíz, esa bebida milenaria de los indios de América que viajó por senderos reverberantes y pegujales, al parecer proveniente de los chibchas asentados en lo que hoy son Boyacá y Cundinamarca. Tal vez por eso un poeta boyacense le dedicó un poema:
En una tienda, de triste aspecto,
una cajera, que es toda dicha, a todos brinda,
con grande anhelo, doradas copas
de fuerte chicha.
Allí se sientan los parroquianos,
con su inocencia y su alegría,
mientras la música del viejo tiple
rompe silencios al mediodía.
La joven mira como en secreto a los que llegan con sed de vida,
y en cada jarra pone ternura,
porque en su oficio va el alma misma.

Fernando, su hijo, se fue a estudiar a Bogotá para terminar la secundaria cuando mi padre hizo nacionalizar el colegio La Salle y fui perseguido por Octavio un religioso sin apellido. En unas vacaciones Fernando regresó a El Espinal y fue con otros amigos a bañarse a La Caimanera, en las orillas del río Grande de la Magdalena. Cuando el río era navegable, allí salían los caimanes por la tarde a tenderse bajo el sol, a dormir con un ojo abierto y el otro cerrado, por su particular sistema cerebral.
El sendero hacia La Caimanera era destapado y se iba en bicicleta. Hoy la carretera está pavimentada, pero el municipio ha descuidado ese lugar de importancia turística. Algunos bañistas cortaban el tallo de las matas de plátano para hacer una balsa que casi siempre se rompía por la fuerza del caudal.
Me contaron después nuestros amigos que ese día, Fernando se soltó del vástago de la mata de plátano y trató de alcanzar la orilla, pero la corriente no lo dejó. Hacía señas para que lo rescataran; una canoa con dos bogas llegó a estar a dos metros, pero se hundió.
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El padre iba todos los días con voluntarios a buscarlo en las vegas del río y lo llamaba: “¡Fernandooo, hijooo, Fernandooo!”. En las noches caminaba con una linterna, esperanzado. Duró 8 días con sus noches tratando de encontrarlo con vida, mientras Jacinta continuaba vendiendo la chicha y lloraba, como un estuario roto en el cielo, cada vez que llenaba una totuma.
Unos pescadores lo hallaron a los diez días en un recodo del Río Magdalena cerca a Guataquí con el rostro sereno, como si el sol hubiera sellado para siempre sus ojos y sus labios. Ese hecho doloroso es testimonio de lo que son los padres de El Espinal: valientes hasta contra la naturaleza. Y sus madres, con la ternura de aquellas que nunca faltan en la Plaza de Mayo, esperando que alguno de sus hijos desaparecidos en la dictadura de Videla reaparezca, como ocurre en Argentina o en la plaza de los desaparecidos en Chile, en el régimen de Pinochet.
Jacinta nunca volvió a ser la misma. En su corazón no volvió a germinar ningún amor, pero permaneció en su sitio, vendiendo la chicha, hasta el día en que se marchó a la eternidad a buscar a su hijo. Tenía 98 años.
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