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Pueblito de mis cuitas: el regreso a Ibagué también es futuro

Por: Paula María Delgado Morales
En un mundo donde los discursos de odio y miedo han recobrado fuerza, volver al lugar de origen, por elección o por expulsión, se ha vuelto una experiencia profundamente personal, íntima y, al mismo tiempo, política.
La periodista manizaleña María F. Cardona V. se pregunta en una reciente publicación: “¿Qué significa volver a la ciudad de nacimiento? ¿Volver equivale necesariamente a retroceder? ¿Incluso hoy, con trabajos remotos y gentrificación?”. Aquí comparto algunas respuestas inspiradas por su reflexión, tras casi tres años de haber regresado a Ibagué.
Irse de una ciudad como Ibagué ha significado, para muchos, la promesa de oportunidades, crecimiento, apertura, estímulo intelectual, diversidad cultural; de un futuro mejor. En mi caso, tras más de una década afuera, en ciudades como Barcelona, Filadelfia o Santa Marta, encontré eso que buscamos al salir, además de amistades, cariño y mucha dicha; las mejores épocas de mi vida, hasta el momento.
Pero a la vez, por razones superiores, el destino o lo que fuera, nunca sentí que les perteneciera o me pertenecieran del todo esos lugares. “No fui capaz de meter mis pies en la nueva tierra y echar raíces”, dice María F. Cardona V., y me siento reflejada. Aun así, volver a Ibagué no fue una decisión sencilla; es algo que sigo meditando.
“Duele encontrarla deteriorada, con obras inconclusas, espacios públicos abandonados, servicios deficientes y un aire muy denso de resignación en su gente”.
El regreso ha implicado un doble reencuentro: conmigo misma y con mi ciudad. Desde un sentido íntimo, mi nuevo hogar-nido, en medio de circunstancias familiares muy diferentes a las que dejé en mi adolescencia. Y desde un sentido más amplio, mi ciudad-hogar, que no solo es mía por arraigo y nacimiento, sino por su estado de abandono; me fui y la dejé a su suerte.
Ibagué ha crecido en extensión y población, pero no en madurez (las ciudades y las comunidades, como las personas, también atraviesan estadios en su desarrollo, de ahí se deriva el modelo de territorios inteligentes -smart cities-, por ejemplo).
Hoy, en medio de múltiples carencias, la vida urbana gira en torno a una oferta gastronómica creciente y a ciertos eventos culturales selectos; en la Ibagué rural, hay opciones más amplias, más incluyentes, que pocos conocen. Por lo demás, nuestra Ibagué, "la Ciudad Musical de Colombia", ahora parece la ciudad de nadie, o de unos cuantos: las señoras y los señores de la corrupción y la mediocridad política (que va de la mano, en muchos casos, con la empresarial también).
Duele encontrarla deteriorada, con obras inconclusas, espacios públicos abandonados, servicios deficientes y un aire muy denso de resignación en su gente.
Ahora bien, el deterioro no es solo físico: es institucional. Ibagué ha tenido gobiernos locales sin visión ni compromiso con lo públicol. Los planes de desarrollo son repeticiones vacías, las caras políticas son las mismas, y la ciudad, que alguna vez soñó con ser capital regional, hoy parece un pueblo grande atrapado en la injusticia, la vulgaridad y el olvido que siguen favoreciendo a los abusivos del poder. Este panorama me ha confrontado con una pregunta mayor: ¿es posible construir pertenencia aquí?
Aunque crecí creyendo que Ibagué no era tierra para soñar, el deseo de hacer hogar, en todos los sentidos, y el recorrido afuera que me nutrió la mente y el espíritu, me han llevado a pensar distinto. ¿Y si, en vez de irnos, comenzamos a exigir lo que merecemos? ¿Y si vemos esta ciudad como un lugar por reconstruir, no como una causa perdida? Sí, hay razones para querer irse: falta de liderazgo genuino, pobreza creciente, problemas de infraestructura, inseguridad, y desconfianza institucional. Pero también hay razones para quedarse: historia, encanto natural, y personas que aún creen en el cambio, que no se han rendido.
Ibagué es “la ciudad ideal” para muchos de sus habitantes, pero hoy necesita más que afecto: necesita ciudadanía activa y una transformación ética desde la base.
El problema no es solo que los políticos y sus empresarios secuaces nos roben, sino que muchos lo ven como parte del paisaje. Por eso persiste la idea de que aquí no hay futuro, y el éxito se asocia con el éxodo, cuando en realidad eso va en contravía del bienestar colectivo.
No sé si me quede para siempre. Pero hoy estoy aquí, no por resignación, sino por decisión. Porque no quiero que la ciudad donde aprendí a tocar guitarra, montar en bici y “a querer por la primera vez”, como nos hace cantar José A. Morales, en ‘Pueblito viejo’, siga atrapada en la indiferencia y el desgobierno. Porque deseo que quienes vengan y crezcan aquí sepan que también se puede echar raíces sin dejar de volar. Quiero habitar una ciudad que no haya que abandonar para sentirse plena. Quererla sin idealizarla, con los pies firmes, sin miedo a desear que las cosas cambien y, mejor aún, a hacer que esos cambios sucedan.
El acto de volver, especialmente cuando se puede elegir, se convierte en un privilegio, pero también en una responsabilidad. Si irse fue un intento de escapar, volver puede ser una valiente forma de resistir, de decir que no nos rendimos.
Que, en tiempos de nuevos fascismos proliferando por todas partes, la respuesta desde Ibagué, con quienes hoy habitamos este pedazo de mundo, sea cuidar, reconstruir y transformar el territorio, con memoria, con crítica, con compromiso y, sobre todo, con amor por lo propio.
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