Cultura
Ibagué, la ciudad que no marchita la mirada de sus divas
¡Ibagué! escogiste como rubor para maquillar tu rostro los rojos encendidos de tu llano, el de tus auroras en la puesta del sol, el de los ocasos veraniegos arriba de la cima en Occidente, donde el cerro de la Martinica se hace mujer en reposo.
El del sol de los venados, o el de la sangre de tus toros de lidia; el del mango maduro y la ciruela fina, el que se inventó Dios en exclusiva para prestárselo a Jorge Elías Triana, para sus pinturas de lavanderas, aguateras, guitarreras o vendedoras de sandías. Te apropiaste del amarillo refulgente, cernido en los cedazos del verano, para extender tus mañanas luminosas del color del oro de tus minas sin dueño custodiadas por duendes del mismo metal de los monarcas.
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El color del Cutucumay cuando era sol derretido que bajaba de “la morada de los dioses”, cuando lo traducían de la lengua Caribe como “el río de oro puro” y que cediste al maestro Julio Fajardo, para atrapara en oleos a tus guabineras, palenqueras, venteras de la tierra caliente o esas ninfas ingenuas de torsos desnudos que habitaban tus cañadas de aguas limpias, o los tres murales coloniales en las paredes de la alcaldía de Ibagué.
Y escogiste el color de la esperanza en todos sus matices, para regarlo como collage en tu llano. El verdemar se lo entregaste a la cordillera y a la lejanía de donde lo sacó el preciosista Eladio Rueda para imaginar las casas coloniales, con sus mujeres, vendimias o recolectoras de algodón, café, o naranjas cimarronas. Ese color de la esmeralda que se quedó en los ojos de algunas de tus hijas, para notificarnos que ni los veranos más intensos marchitarán las miradas tus divas.
Camilo Pérez Salamanca.
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