Cultura
Dos almas al servicio de Dios: el padre Javier Arango y la hermana Francisca

Hermana Francisca y padre Javier Arango.
Por Oscar Viña Pardo
La Semana Santa en Ibagué tiene nombres propios que marcaron su historia y su esencia espiritual: el padre Javier Arango y la hermana Francisca. Dos seres consagrados a Dios, cuya entrega incondicional comenzó cada año el 6 de enero, al finalizar la Epifanía, y se intensificaba desde el Miércoles de Ceniza, cuando los fieles iniciaban el camino hacia la Pascua.
El epicentro de sus jornadas era el Santuario del Divino Niño, un templo que aún guarda el eco de sus voces, la fuerza de su compromiso y el legado de una obra que trascendió lo litúrgico. Gracias a su liderazgo comunitario y espiritual, hoy ese lugar se ha convertido en un refugio para cientos de adultos mayores en situación de abandono.
Ambos comprendían la Semana Santa no solo como una conmemoración, sino como una vivencia profunda de la muerte, resurrección y el perdón. Su labor fue vital para que esta celebración cristiana tuviera en Ibagué una dimensión que iba más allá de los rituales: era una expresión de fe viva, compartida y transformadora.
El padre Javier Arango: predicador, periodista y servidor incansable
Nacido en Santa Isabel, Tolima, Javier Arango Jiménez fue acólito de la Catedral en su juventud, donde sirvió a Monseñor Pedro María Rodríguez Andrade. Desde entonces, su vocación sacerdotal fue alimentada por el estudio, el servicio y el contacto directo con las comunidades más necesitadas.
Estudió Filosofía y Teología en la Universidad Javeriana. Durante su formación, compartió misiones con el padre Rafael García Herreros, René García y un obispo brasileño en los sectores más vulnerables de Bogotá. Paralelamente, cultivó una pasión por la comunicación, asistiendo a cursos de redacción, ortografía y periodismo.
Fue ordenado sacerdote el 8 de diciembre de 1972 por Monseñor José Joaquín Flórez. A partir de entonces, vivió una vida intensa: capellán militar, comunicador en radio y televisión, columnista, corresponsal de noticieros nacionales y, sobre todo, guía espiritual.
Aunque no tuvo parroquia propia, encontró su casa en la Ciudadela del Divino Niño, donde celebraba misas dominicales multitudinarias y dirigía los tradicionales vía crucis hacia el cerro Pan de Azúcar, símbolos de la Semana Santa en Ibagué.
Su vida se apagó trágicamente el 20 de mayo de 1999, cuando un accidente aéreo en Chaparral le arrebató la vida en pleno ejercicio de su labor periodística. Pero su legado sigue iluminando cada Semana Santa en la ciudad.
La hermana Francisca: amor, fe y servicio
María Francisca Elvia González —nombre religioso de Ana Josefa Tobón Arbeláez— nació en Andes, Antioquia, y dedicó su vida al servicio de los más necesitados como religiosa de la Congregación de las Hermanas Dominicas de la Presentación. Fundó en Ibagué el Hogar del Anciano, obra que aún acoge a decenas de personas mayores en estado de vulnerabilidad.
Su espiritualidad se expresaba con dulzura y firmeza. Para ella, la fe era luz, guía y fuerza. “La oración es una necesidad del alma”, decía, convencida de que sin ella, el cristiano muere espiritualmente. Creía firmemente en el poder sanador del perdón y en la oración como medio para alcanzar la paz interior y el encuentro con Dios.
En una entrevista que concedió antes de fallecer en el año 2000, dejó reflexiones profundas sobre la vida espiritual: “El odio enferma el alma, pero el perdón la sana. La oración es el oxígeno del alma. Cuando el hombre no ora, muere espiritualmente”.
Testimonios de sanaciones, reconciliaciones y consuelos espirituales se multiplicaban en la Casa de la Misericordia, donde con humildad y convicción imponía sus manos sobre los enfermos y oraba, consciente de ser apenas un instrumento de Dios.
Legado de luz
Recordar al padre Javier Arango y a la hermana Francisca no es solo evocar el pasado. Es reconocer que, gracias a su entrega, la Semana Santa en Ibagué adquirió un significado más profundo, y que su obra —visible en templos, obras sociales y corazones transformados— sigue viva.
En tiempos en que lo sagrado parece desdibujarse, su ejemplo nos recuerda que hay vidas que, con fe, disciplina y amor, lograron sembrar la eternidad.
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