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Orlando Fals Borda: Un Aviso de Incendio
La Revista AQUELARRE, que publicáramos desde el desaparecido Centro Cultural de la Universidad del Tolima, en el año 2007, editó un número especial dedicado a Orlando Fals Borda y a los 45 años del libro La violencia en Colombia, obra cumbre de la sociología en nuestro país. Allí señalábamos el sentido premonitorio de dicha obra, con respecto a la descomposición política y a la conformación de un estado mafioso, en que ha venido convirtiendo la administración de esta descuadernada Colombia.
Hoy al cumplirse diez años del fallecimiento del Maestro Fals Borda, he querido publicar de nuevo el editorial con que presentábamos entonces la la revista:
En el Canto Tercero de la Divina Comedia Dante Alighieri, de la mano de su maestro Virgilio, se encuentra ante la puerta del infierno en cuyo umbral está fijada una terrible inscripción que lo llena de pavura, ya que allí se sentencia que quienes la traspasen ingresarán “al reino de la eterna pena” y deben “renunciar para siempre a la esperanza”.
No franquear la puerta del infierno y mantenerse fuera, ha sido, entonces, el precepto impuesto por la “cordura” y la “racionalidad” acobardada y conformista; la supuestamente inteligente y lúcida opción de los sumisos. Sin embargo esta orden ha sido desacatada por algunos personajes en la mitología, en la literatura y en la vida: Orfeo, padre y mentor de la música y la poesía, descendió a los infiernos, retó a la oscuridad, sedujo a los demonios y venció a la muerte con los arpegios de su lira, tras el intento fallido de recobrar la vida de su amada. También Rimbaud tuvo su “Temporada en el infierno” y describió en “páginas horrendas de su carné de condenado”, su fracaso y la humillante situación de su castigo como ser humano.
Sondear el inframundo de esta sociedad descompuesta e indagar la genealogía de la historia del crimen, del dolor y de las penas que agobian a Colombia, es la titánica tarea emprendida por Orlando Fals Borda hace ya más de cincuenta años, desde cuando obtuvo su magíster en Sociología de la Universidad de Minnesota -en 1953- y luego el doctorado en Sociología Latinoamericana en la Universidad de la Florida en 1955, época en que publicara sus primeros libros, Campesinos de los Andes y El hombre y la tierra en Boyacá, con los cuales dio comienzo a los modernos estudios sociológicos en Colombia, lo que seguidamente le llevó a fundar la primera Facultad de Sociología en Latinoamérica, en la Universidad Nacional de Colombia, en 1959,yaproponer,tanconstantecomoinútilmente, el establecimiento de una reforma agraria en nuestros países, así como un nuevo ordenamiento territorial, exigido por los profundos cambios acaecidos en estas sociedadesrurales,herederasderégimenseñorialhacendatariovigentedesdeelperíodohispano-colonial.
Con el propósito de impedir, hasta donde fuese posible, el incremento de la violencia y la descomposición social que desgarran a Colombia desde sus orígenes como nación, y como resultado de una investigación-acción comprometida y militante, publica hace precisamente 45 años, la obra cumbre de la Sociología nacional, el libro La violencia en Colombia, estudio de un proceso social, en coautoría con Monseñor Germán Guzmán Campos y Eduardo Umaña Luna -contando, además, con la participación de Camilo Torres Restrepo, cofundador de la Facultad de Sociología-.
Esta obra inicia los estudios genealógicos de la violencia. Mediante el recurso de buscar las causas más profundas de esa feroz lucha política y social que ha sido nuestra historia, dentro del azaroso “teatro de la dominación” que, al decir de Michel Foucault, “pone en escena una violencia meticulosamente repetida”. Teatro de la historia de la opresión que constantemente reemplaza y superpone las formas de agresión, de exclusión, de marginalidad y crimen, dándole una atávica continuidad a la violencia y permitiendo que el pasado esté vivo en el presente. A partir de esta obra descubrimos que la violencia de antaño está instalada en la violencia de hoy, como en un palimpsesto, como en un macabro ritual de sangre y de desolación que no cesa, en ese juego de la historia siempre narrada y siempre escrita por los vencedores.
La obra de Orlando Fals Borda se inscribe, como la de Walter Benjamin, en el contexto de la lucha contra el olvido y es la oportunidad del testimonio de los ausentes, de los humillados, de los ofendidos… es la reiteración, no de una resignación fatalista, ni de una melancolía indiferente e inmóvil que se abandona al nihilismo sin futuro, sino, una implacable y activa filosofía pesimista de la historia que, ante los monstruosos desastres que acompañan el desarrollo científico y tecnológico y, en abierta oposición a la mecanización e instrumentación de los seres humanos bajo el capitalismo, o bajo el llamado “socialismo real”, propone, contra la ideología del progreso, el reencantamiento del mundo y de la vida, una nueva opción sentipensante que debemos aprender de los pueblos vencidos, y un “conocimiento vivencial” que dé otro sentido a la existencia.
Tal como Benjamin, quien en su texto Alarma de incendio de 1923 anticipó y previno sobre los desastres que acarrearía esa optimista ideología del progreso y los mecanismos solapados del poder -que pronto develaron su interior fascista- vaticinando la catástrofe que caería sobre Europa con la “movilización total” y la industria de la muerte administrada en los campos de concentración y de exterminio que el nazi-fascismo desplegara, de la misma manera, Orlando Fals Borda y los otros “avisadores de incendio”, prendieron tempranamente las alarmas en nuestro país, nos advirtieron sobre ese infierno en que se convertiría Colombia si no se corregían las estructurales fallas de nuestra construcción social.
En el capítulo final del segundo tomo de La violencia en Colombia, con una abismal conciencia premonitoria, escribían los autores de tan inquietante estudio que, “para intentar cualquier solución plausible…es necesario crear en los colombianos un pensamiento, un interés y una voluntad de nación”. Y concluían: “si tal cosa no se realiza como un logro colectivo, es previsible que perduren factores desintegrantes, con sorpresivos afloramientos de violencia…”. Afloramientos de violencia que harto hemos padecido los colombianos durante la segunda mitad del siglo XX y en lo que va corrido de este siglo. Tanto el fenómeno de la violencia ha marcado a fuego la reciente historia de Colombia, que nuestro país llegó a constituirse, quizás, en el de mayores índices de homicidios, desplazamientos y violación de los derechos humanos en el mundo, como resultado de la irracionalidad política que nos gobierna.
Esta imagen, esta identidad y esta fisonomía de “nación violenta”-y de “país inviable”-que hoy poseemos, nos ha llegado de la mano no sólo de las causas económicas, políticas, sociales y culturales que, precisamente, analizaran Orlando Fals Borda, Monseñor Guzmán y Eduardo Umaña Luna en esa obra inaugural de la sociología en Colombia, sino que se han entroncado con múltiples factores que ya se presagiaban en los años cincuenta del pasado siglo. Ayer advertían los autores, tratando de establecer medidas y aportes terapéuticos al conflicto, que los militares deberían entender que “las solas medidas represivas no bastan…que lo más grave se esconde en las condiciones infrahumanas de vida…”. Exigían que la educación se comprometiera en promover la convivencia política y los derechos ciudadanos, más allá de las simples rutinas escolares; pedían a los medios de comunicación superar el ordinario interés por la noticia cruenta, instaurando un movimiento de rechazo por los crímenes y de solidaridad con las víctimas. Y reclamaban al sector parlamentario una auténtica obligación de representación. Citando al maestro Antonio García, precisaban que era indispensable que el parlamento, recuperando su independencia, su prestigio y su facultad legislativa, se desligara del gobierno y “jugara su propio papel” en una república auténticamente democrática. A los políticos del bipartidismo, les recriminaban por su responsabilidad y les pedían rehacer sus proyectos, buscando librarse de los odios heredados y organizarse como partidos políticos modernos.
La no rectificación de los rumbos que tan tempranamente previeron estos “avisadores del incendio” en nuestro país, nos ha llevado a esa especie de irreversible amalgamamiento entre los genocidios oficiales, la corrupción política y el paramilitarismo, que hoy se cumple en Colombia de manera cotidiana, tanto que algunos analistas no dudan en señalar estos execrables acontecimientos como expresión fehaciente de la instauración de un “Estado mafioso” y fascistoide.
Orlando Fals Borda ha sido el intelectual comprometido e integral que, deambulando serenamente por más de cincuenta años con su mirada de analista y su actividad permanente de militante radical, ha descendido al infierno de nuestra realidad social y entre los escombros quedejanlaviolenciayelcrimen,haencontradofuerzassuficientesparaladenunciayparala organización política de los sectores populares, señalando a los autores del desangre y proponiendo alternativas, sin perder jamás el rigor académico y manteniendo viva la esperanza.
Julio César Carrión Castro
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