Opinión
Despedida interminable
Por Felipe Alejandro Sabogal
*Magister en Gobierno y Relaciones Internacionales
"El hombre es una cosa vana, variable y ondeante…”
Montaigne
Si el ciclo natural fluye sin interrupción, en la niñez y parte de la adolescencia los acontecimientos de la enfermedad y la muerte resultan siendo esporádicos, escasos, contados con los dedos de una mano. Por eso la magia y el color de esas etapas de la vida, tenemos la sensación de que nuestros seres queridos estarán con nosotros para siempre, la muerte parece una fantasía inalcanzable, una palabra desprovista de toda realidad.
La edad temprana es la flor de la vida, donde casi nunca nos despedimos para siempre, la realidad de finitud en los nuestros y en nosotros mismos aún no nos estremece el alma.
La vida hace lo suyo y paulatinamente siembra expectativas existenciales en el camino. Empiezan a escucharse noticias de lejanos conocidos que han partido de este mundo, alguna vez pasamos con ligeros pasos por un hospital a un trámite o a visitar un amigo dolorido; nos sorprende nuestra primera visita funeraria y por vez primera musitamos por solidaridad la cordial frase que nos hace sospechar lo que puede venir: “siento tu dolor, te acompaño en tu pena”.
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La sensación de inmortalidad de la adolescencia cesa y un nuevo panorama reconfigura nuestra visión del mundo. En la adultez la muerte existe, la enfermedad es real y en ocasiones nos despedimos para siempre.
La adultez es una despedida interminable. Entre más viejos nos hacemos más muertos amados tenemos, empezamos a despedirnos de todo y de todos, como dice ese hermoso fragmento de Isabell Allende “vinimos a este mundo a perderlo todo"… y si lo tomamos en el sentido trágico es cierto: el tiempo arrebata los seres queridos, la juventud, la salud, la belleza y hasta lo sueños, acaba con todo. Pero más allá de una visión trágica de la vida, es una afirmación muy poco refutable. Sin embargo, la visión existencialista de Allende puede tomarse, al contrario, como una reafirmación optimista y esperanzadora de la vida.
Cuando queda atrás la edad temprana y somos conscientes de nuestra propia finitud, la vida parece más intensa, más preciada, el tiempo con los nuestros es un tesoro inconmensurable. Nuestros seres amados en el más allá se convierten en santos predilectos, permanentemente les pedimos protección, consuelo, guía y luz para nuestras decisiones y nos la dan. Nuestro amor hacia ellos en vez de desaparecer crece exponencialmente, sus agonías también hicieron perecer cosas en nosotros que necesitábamos que murieran, les hacemos promesas de amor que nos mantienen en pie cada día, hasta toman nuestras manos para escribir modestas columnas y liberar el dolor de no tenerlos y decirles cuánto los extrañamos.
En esta despedida interminable, tenemos ya elementos para comprender el por qué prácticamente la mitad del arte y de la poesía le cantan a la nostalgia, la tristeza, la añoranza y el olvido, situación que solo puede entenderse con el paso ineluctable de la vida. Se empieza a construir con fuerza en nuestro interior el más infantil, inocente y puro de lo sueños: que algún día, en algún lugar, por fin podamos abrazarnos nuevamente.
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