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La codicia de los ricos

Por: Edgardo Ramírez Polanía
Se nos ha enseñado a mirarla con admiración, como si acumular riqueza fuera sinónimo de éxito y convirtiera al rico en importante o genial. Pero no es así. La codicia, esa ansia que se disfraza de emprendimiento y se vende como progreso, es una tendencia destructiva, un apetito permanente que se alimenta de la vanidad y la carencia ajena.
El codicioso es el autor del desequilibrio social. Es un calculador prepotente y moralmente anestesiado, que desea poseer riqueza a toda costa no importa que se quebrante la legalidad. Su lógica no es la abundancia compartida, sino la del monopolio absoluto. Desde la cúspide de su riqueza, contempla la escasez del mundo. Por eso, la codicia es un deseo excesivo de dominio, una manera de negar al otro lo que le pertenece, no solo mediante la plusvalía sino de la fuerza.
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Hegel, la definía como una costumbre negativa, incrustada en la estructura social y un obstáculo para el despliegue del espíritu. Y no se equivocaba. La codicia actúa como un freno invisible que detiene el flujo natural de la solidaridad, bloquea el desarrollo ético y deforma la convivencia humana. Es un acto contra la comunidad, un impulso individualista que carcome los fundamentos de cualquier sociedad decente.
Desde la psicología, se advierte que esa malsana costumbre es un pozo sin fondo, en que el codicioso vive en un esfuerzo permanente por llenar ese vacío que no puede colmarse, porque no es real, es una fantasía impuesta por la cultura del tener. Así, cuanto más posee, más teme perder, y más exige, porque la codicia no libera, esclaviza y no dignifica sino corrompe.
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Los antiguos la definieron en la política como la libido imperandi, esa lujuria de mandar, ese deseo febril de ejercer poder sin límites. Salustio, Plutarco y Cicerón coincidieron que fue la codicia por la riqueza y el dominio, la que destruyó la República romana, por la acumulación sin freno y el egoísmo como política de Estado.
Se ha dicho, que la historia tiene memoria, y en la sátira, en la religión, en la filosofía y la poesía, la codicia siempre ha sido denunciada con rigor. Aristófanes, con su ironía punzante, retrató a los hombres como incapaces de saciar su deseo por el oro, aun cuando se harten de los placeres de la vida.
Santo Tomás, con el peso de su teología, fue directo al decir que: “la avaricia es pecado contra Dios y contra el prójimo, porque nadie puede rebosar en bienes sin que otro quede vacío”. Esas reflexiones filosóficas son un reproche al afán de lucro que como un veneno afecta la vida de los débiles.
Para quienes creen en el infierno y no pocos ricachones son creyentes y rezan por sus desafueros, Dante en su Infierno, les reservó un lugar preciso, El cuarto círculo. Allí se arrastran los que amaron más al oro que a los hombres, que no tuvieron escasez, sino codicia y abundancia que hace adictos a quienes padecen ese vicio reprobable.
Rousseau, lúcido y buen educador, nos recordó que el ser humano, antes de corromperse con la acumulación desenfrenada de bienes, no tiene por qué volverse codicioso, y al ejercer esa mala costumbre, hace nacer la desigualdad y puso primero lo necesario, luego lo superfluo y después lo ostentoso y más allá los súbditos, y luego los esclavos.
Hoy, en esta era digital de relucientes algoritmos y esclavitudes invisibles, la codicia ha mutado en eficiencia empresarial. Elon Musk, Carlos Slim, Sergey Brin y otros apóstoles del capitalismo extremo proponen jornadas laborales de 60 horas, sin descanso, como la receta mágica del éxito, sin saber que ese concepto entendido como el logro de metas personales, consiste en la satisfacción del significado de la vida, en aquello que se quiere ser, vivir y realizar con dignidad y rectitud que lleva a la felicidad.
Esos ricos con patrimonios que superan los 600 mil millones de dólares entre todos, aún insisten en que el trabajador lo haga sin tregua. ¿Para quién? No para estos por supuesto, sino para aumentar las ganancias de esos engreídos que creen que todo lo pueden hacer, porque explotan a los obreros del silicio y las programadoras de datos que manejan la información del mundo.
Estamos ante una aristocracia digital que ha sustituido el látigo por la esclavitud, el rendimiento y la explotación como una “cultura” de la innovación. Pero el fondo es el mismo, la riqueza extrema que sólo puede sostenerse sobre el desgaste extremo de otros. Los nuevos magnates no prometen libertad, solo más productividad. Su codicia no tiene límites, pero sí consecuencias de polarización, precariedad y deshumanización.
La codicia de los ricos no es una extravagancia personal ni un simple defecto moral. Es un sistema de exclusión, una estructura de violencia económica que impide la equidad y castiga la dignidad. No es el capricho de unos pocos, sino la tragedia de muchos. Y si no la enfrentamos con pensamiento crítico, con ética que defender, no tendremos siquiera el derecho a tener lo justo, porque la corrupción que es hija de la codicia terminara con acabarlo todo.
Algunos creen que cualquier sentido crítico es contra sus ídolos políticos. No. La política es una apreciación de posibilidades y como ciencia del Estado, no es inmutable y ha estado al servicio de la codicia de sus integrantes que no han sabido vigilar el ahorro nacional como lo ordena la Constitución Nacional, pero no lo hacen por la corrupción o el compromiso hecho con algunos lobistas que pasan por la “puerta giratoria” del sector privado al gobierno y compran lujosos apartamentos en España, sino porque defienden la codicia de los ricos.
Cuando la codicia gobierna, todo se mercantiliza: el tiempo, el cuerpo y hasta la conciencia y los que lo permiten por cobardía o por conveniencia, también son cómplices de la devastación a que nos llevan los codiciosos y no debemos permitir que se entronice en el alma de los colombianos esa pérfida costumbre, sino el sentido de solidaridad y el apoyo mutuo para evitar los enfrentamientos y podamos tener paz y desarrollo social.
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