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El exquisito encanto del pan mariquiteño

Por Guillermo Pérez Flórez
*Abogado-periodista
Un pan de 45 metros de largo, expuesto ante el Milagroso Señor de la Ermita, fue el símbolo más destacado del Festival del Pan Mariquiteño, celebrado el pasado viernes. Todo un acierto.
Las imágenes de esta actividad, que rápidamente inundaron las redes sociales, tuvieron el poder de devolverme a la infancia en fracción de segundos: a la época en que se empezaba a construir una tradición —y casi una leyenda— en torno al pan aliñado.
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Puedo incurrir en alguna equivocación y cometer injusticias; ofrezco anticipadas disculpas. Creo que quien dio origen a la leyenda fue don Antonio Díaz, de la panadería “La Chiquita”, autor de la receta original. Receta que, según se decía, nunca quiso compartir con nadie, ni siquiera con sus hijos. Cuando iba a amasar y hornear el pan, se encerraba y no permitía que nadie lo observara, según nos cuentan. Sus productos eran insuperables. Don Antonio era amigo de mi padre, y en mi familia hubo un tiempo en que no se consumía ningún otro pan, pese a la abundancia de panaderías que había en mi pueblo.
Los padres de un amigo del bachillerato, Joaquín Aguirre, tenían una panadería también muy buena: “La Mejor”. A él lo apodábamos ‘Calado’, aunque lo pronunciábamos apagando la “d”. Él y su padre repartían el pan en bicicleta. Y los amigos no perdíamos ocasión para ‘asaltar’ la caja y extraer un ‘liberal’ o un roscón con arequipe o bocadillo. Una auténtica delicia.
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La repostería mariquiteña ha crecido de manera orgánica, por iniciativa de la gente. Comencé a ser consciente de su calidad al ver que los turistas llevaban bolsas repletas para Bogotá y Manizales, principalmente. “¿Y luego en la capital no venden pan?”, me preguntaba con ingenuidad. Por supuesto que sí, pero no con la calidad del mariquiteño.
Otra panadería muy famosa fue la de don Arturo Mariño y doña Carmen de Mariño, su adorable esposa. Eran muy amigos de mi familia, a tal punto que hubo un momento en que yo creía que éramos parientes. Pensaba que Dorita y sus hermanos eran primos míos. Siento que doña Carmen me tuvo un cariño especial. Ya viviendo en Ibagué, yo pasaba a saludarla y a comprarle pan, y ella me daba de ñapa casi una cantidad igual a la que le compraba.
En diciembre pasado, el antropólogo Armando Moreno tuvo, con unos amigos, la feliz idea de hacer un tour por las panaderías. Se le unieron turistas, algunos de ellos extranjeros, ávidos de conocer la historia de las panaderías locales. Moreno se las iba contando a medida que avanzaban en la ruta, y ellos iban probando los diferentes productos. Éxito rotundo. Y es que la avena, el masato, el kumis o la “Cremasoda” con pan de Mariquita no tienen comparación. Las “cucas” con natas de leche son de fábula. Moreno me contó la experiencia y creo que la alcaldesa, Martha Lucía Amaya —quien con acierto apoyó el Festival del Pan— debería institucionalizarlo. Tenemos pan con denominación de origen.
¿Cómo se forjó esta tradición?. En realidad, muchas son las manos y los corazones que han aportado a esta iniciativa en los últimos sesenta años. Vienen a mi mente la panadería “Pereira”, la “Rosa Blanca” de doña Emma viuda de Henao —quien le enseñó a mi madre a hacer ponqués—, y la “Néctar”, que continuó la tradición de los “brazos de reina” y el pan aliñado.
Estando ya mayor, probé el baguette, el famoso pan francés: tostado, duro, pelador del paladar. Hubo de pasar años para que me acostumbrara, me ayudó mucho el aceite de oliva español, pero siempre viví anhelando el pan de mi pueblo. Con el auténtico croissant parisino, en cambio, fue una especie de amor al primer mordisco. Quedé rendido ante su sabor y textura. Y ahora que lo nombro, me acuerdo de Mafalda, y de una de sus célebres frases: “Todo lo que a uno le gusta, es inmoral, ilegal o engorda.” Aunque tratándose del mariquiteño, no puedo resistirme.
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