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Rodrigo Silva Ramos: la ausencia del cantor

Rodrigo Silva Ramos: la ausencia del cantor

Por Alberto Santofimio Botero

*Exministro de Estado, excongresista, miembro de la Academia de la Historia de Cartagena de Indias, y miembro de la Academia de Historia del Tolima.


Habiendo conocido y tratado en la intimidad a artistas consagrados de la música como Jorge Villamil, José A Morales, Jaime R. Echavarría, Leonor Buenaventura de Valencia, Darío Garzón, Pedro J. Ramos, Miguel Ospina, todas prestigiosas figuras del panorama nacional, ninguno logró entregar su existencia con tanta generosidad a la creación e interpretación de la música autóctona, como Rodrigo Silva Ramos.

Coleccionando los tempranos fracasos de empresario agrícola y de comerciante, entendió que su destino era componer e interpretar música en sublime y definitiva entrega.

Tuvo la extraña virtud de aplicar el humor, que salía a borbotones de su inquieto talento no solo para juzgar a sus semejantes, a sus amigos y a sus habituales contertulios, sino para burlarse sonriente de sí mismo.

Hasta las tragedias que vivió con temple y entereza ejemplares, las convirtió en canciones o en anécdotas para un lejano mañana impredecible e incierto.

En la tertulia habitual, en las jornadas bohemias sin límites de tiempo ni distancia, llegando muchas veces hasta la desmesura y el delirio, Rodrigo Silva Ramos, construyó a través de sus canciones y sus conversaciones, toda una insólita teoría del amor y el desamor, de la pasión, el desengaño y el olvido, la que podría emular con “el arte de amar de Erik Fromm” que estoy seguro jamás tuvo la oportunidad de leer.

El amor, la mujer y el paisaje fueron las tres columnas en las cuales soportó la arquitectura formidable de sus sueños convertidos en canciones. La naturaleza, las costumbres, las tradiciones, los valores, los dolores y las glorias del Tolima grande, están retratadas en la inmensidad de más de cien canciones de su propia autoría.

Rodrigo Silva Ramos fue un singular incomprendido, una prodigiosa inteligencia insular que desafiaba ideas y principios ajenos, subrayando muchas veces la terquedad de sus afirmaciones y creencias con un exquisito y fino humor. En ocasiones, oyéndolo con deleite, no sabíamos dónde terminaba el músico y dónde comenzaba el humorista. Encontrábamos en él lo que Gracián llamaba especial ingenio. El hallazgo del verdadero humorismo que mezclaba graciosamente ironía, realidad, fantasía, imaginación. Era su humor algo seductor y realmente mágico.

Cuando la terrible tragedia de Armero  que sacudió nuestro espíritu y marcó de dolor  nuestra alma de tolimenses raizales, y dejó una huella y una herida profunda y perdurable de desolación,  nuestro cantor lanzó desesperado  su grito encendido de protesta, llegando a las altas cimas de la desesperación  al estilo de E.M. Cioran, reclamándole a Dios que dónde estaba según él, por no haber evitado la hecatombe.

Esa canción “Reclamo a Dios”, produjo tantas y tan dispares reacciones en la opinión pública que se enfrentaron corrientes de fanatismo religioso, rebeldía, ateísmo, incredulidad y fe, en la sociedad tolimense de aquel tiempo.

En los dos extremos de la polarización, en torno al canto de Rodrigo Silva Ramos, estaban quienes pedían la excomunión del artista y quienes ajenos a las creencias religiosas lo aplaudían con decidido fervor.

Venturosamente, el arzobispo de Ibagué, Monseñor José Joaquín Flórez Hernández, prelado ecuánime, virtuoso, humano y objetivo, desoyó los clamores rabiosos de quienes pedían la excomunión de la Iglesia Católica, del excelso músico.

Así, se impuso el respeto por la autonomía del artista y su libertad creadora para plasmar en el pentagrama su sentimiento trágico de la vida, al estilo de don Miguel de Unamuno, y el reto a Dios, preguntándole en qué lugar estaba en el momento de la inenarrable tragedia de Armero. Esta canción quedó ya en la historia, como una gran metáfora artística que cada mes de noviembre estremece de llanto nuestras vidas, recordando el símbolo de Omaira Sánchez, y de todo un pueblo próspero, grande y noble sepultado bajo la miseria del   lodo, por cuenta de la insólita desidia del Estado.

Corría el comienzo de la década del 60 en El Espinal, cuna del Bunde y tierra de ejemplares músicos, como el maestro Emiliano Lucena. Allí se encontraron  dos seres de temperamento muy opuesto, de gustos diferentes, de opiniones diversas, de forma muy distinta de mirar la vida y encarar el destino, pero unidos firmemente “por el devoto amor por la música”, Rodrigo Silva y Álvaro Villalba.

El general Luis Ernesto  Gilibert, subdirector y director de la Policía Nacional, era por entonces Teniente de la Institución. Darío Ortiz Vidales, luego parlamentario, historiador y novelista, ejercía como Juez Municipal. Quien esto escribe era diputado y presidente de la Asamblea del Tolima, Nicanor Velásquez Ortiz, el autor de la obra “Rio y Pampa”, y de una de las letras del Bunde Tolimense, era Notario de la creciente segunda ciudad del Tolima.

En ese ambiente, con esos personajes, con las frecuentes visitas de Jorge Villamil paisano y amigo de Rodrigo, comenzaron a unir sus voces, sus instrumentos y su dedicada y definitiva pasión por la música, Silva y Villalba.

El dueto inició su actuación  en un típico rancho de paja, en la vía entre El Espinal y el Guamo. Allí veíamos llegar el desfile de estrellas y luceros, en las noches infinitas del plan del Tolima, y con ellas hasta el fulgor del sol de la madrugada se encendían la bohemia galante, la música inspirada y el valor determinante de  la amistad verdadera.

Garzón y Collazos ya habían comenzado a popularizar en Colombia y en el exterior dentro de su repertorio clásico   las primeras canciones de Villamil que luego llevaron a la más alta cima de reconocimiento, entusiasmo y aceptación popular los maestros del dueto Silva y Villalba.

Rodrigo Silva Ramos fue un gozador de la vida, la bebió a sorbos desiguales como un vino añejo hasta su hora final.

Vivió parejamente los estremecimientos del amor más apasionado y puro, y las heridas y las cicatrices de los desamores, las ausencias, y hasta el olvido.

Desafió la pobreza y la enfermedad con el valor de un guerrero de la edad media, haciendo de la canción de su admirado Frank Sinatra, el verdadero himno de su vida porque la vivió “a su manera,” con insólita condición de reto, gracias al calor, la ternura y el amor de Carolina, la leal compañera de sus años finales.

Al igual a Walt Whitman, Rodrigo siempre quiso ver lo cotidiano como poético y así logró plasmar en más de 100 canciones su genio musical.

Entre los títulos más famosos y recordados de su autoría están: “Reclamo a Dios”, “Abnegación”, “Tiple viejo”, “La herencia”, “Adiós Morena”, “Viejo Tolima”, “ Hablemos del pasado”, “Amor Marino”,”Añoranza Campesina”, “Arreboles del Olvido”, “Corre quebrada”, “Cuando yo muera”, “ El Remolino”, “Hastío”, “La pringamoza”, “Llora guitarra Mia”, “ Matrona del Pueblo”, “Paredes Viejas”, “Se murió el Viejo”, “ Volaron los Ruiseñores”.

Al recordar al genio musical y al amigo entrañable, tenemos que repetir que “Cuando calla el cantor, calla la vida,” y que ahora nuestro amigo, lejos del olvido, pero inexorablemente en las instancias supremas de la muerte, como lo dijo el clásico, sus cenizas ahora “polvo  serán,  más  polvo enamorado”.

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