Columnistas
Los años inmensos
Por Oscar Viña Pardo.
El pasado sábado falleció uno de los funcionarios más longevos de la Gobernación del Tolima, el ingeniero Eduardo Lozano Guarín. De acuerdo con el decreto de honores expedido por la administración seccional, permaneció en su cargo más de 47 años.
Muchos de los que asistieron a la iglesia para darle el último adiós expresaron que “murió en su ley”, porque siempre decía que quería morir un día en la oficina. Y se le cumplió el deseo. En abril de 2026 cumpliría 75 años y, aunque deseaba seguir siendo el primero en ingresar al Palacio del Mango, también confesaba su temor a lo que vendría después de tantos años de servicio público.
El jueves de esta semana que termina, uno de los directores técnicos de fútbol más laureados de Argentina, Miguel Ángel Russo, también falleció. Casi que en la misma ley: trabajando. La diferencia es que Russo puso sus obligaciones por encima de su salud, y ese “ya que” lo llevó a que el cáncer de próstata, finalmente, le ganara la batalla.
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Desde la perspectiva de la salud mental, no existe un determinante claro sobre cuándo dejar de ser productivo. Conozco a muchas personas que, una vez recibieron su primer pago de pensión, se dedicaron a descansar y a buscar actividades lúdico–recreativas que les permitieron vivir con dignidad.
La pregunta del millón entonces es: ¿cuándo dejar de trabajar? La respuesta es ambigua, porque nadie conoce las necesidades del otro. Tal vez por eso muchos llegan hasta los 70 años —edad máxima permitida en Colombia para el retiro forzoso— salvo contadas excepciones en algunas universidades, en la justicia o en cargos de libre nombramiento y remoción.
Pero, ¿vale la pena trabajar toda la vida? ¿Dejar que pase la vida solo pensando en la productividad? Creo que no. He conocido muchos casos exitosos de personas que se retiraron una vez cumplida la edad y han disfrutado sus años como se lo merecen. Mi tío Carlos Orlando aún recuerda, 25 años después, un aviso de prensa de Avianca que decía: “Si usted no viaja en primera clase, sus yernos desconocidos lo harán.” Una frase poderosa para quienes creen que amasar dinero es el fin último.
En algunos ministerios, como el de Salud, hay más pensionados contratistas que funcionarios de planta. Siguen aferrados al dinero y al poder como opción de vida, justificándose con la frase de las abuelas: “hay que guardar para la vejez”, como lo repite la mamá de un amigo que ya bordea los 94 años.
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El padre Linero habla del proyecto vital, en el que debemos equilibrar las esferas del trabajo, la familia, el ocio y la diversión. Cuando la mesa de cuatro patas se apoya solo en una, termina cayendo una y otra vez, y aunque intentemos repararla, su fragilidad siempre pasa factura.
¿Vivir cada momento como si fuera el último desde la perspectiva laboral sería lo ideal? No lo creo. ¿Merecemos pasar toda la vida trabajando? Tampoco. Es hora de hacer un alto y revisar si esos últimos años, después de haber construido tanto, merecen ser vividos con plenitud, alegría y pasión. Porque el mañana no existe: se vive en el aquí y el ahora.
Pensar que nuestros hijos o nietos deben labrar su propio camino es parte del aprendizaje. No nos corresponde cobijar sus sueños con nuestros desvelos. Algunos estarán pendientes de nosotros; otros, simplemente, ni recordarán que existimos.
Lozano y Russo, dos trabajadores incansables, nos invitan a reflexionar sobre nuestro propio mañana, sobre si vale la pena seguir corriendo detrás del reloj cuando ya hemos ganado el derecho a vivir sin él.
Y, claro, siempre habrá quienes crean que descansar es perder el tiempo, que jubilarse es morirse. Ellos seguirán corriendo con su maletín bajo el brazo, revisando correos desde la cama y jurando que el Excel es su mejor amigo. No saben que, al final, ni el reloj ni el sueldo se detienen a llorarlos.
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