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La corrupción estatal y privada

Por: Edgardo Ramírez Polanía
*Doctor en Derecho
En la mayoría de los países del mundo, la corrupción es un delito. En Colombia, la corrupción se ha convertido en una cultura y, como toda cultura, tiene sus rituales, sus actores, sus silencios, sus cómplices y hasta su propia identidad.
No nació ayer, viene de lejos, desde los días oscuros de la conquista, cuando los primeros ibéricos descendieron sobre nuestras tierras con pesadas armaduras y espolines de cobre, atraídos más por el oro que por la gloria, y legaron la pedagogía del saqueo que aún resuena en nuestras instituciones.
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El corrupto colombiano no se esconde, se muestra y se reviste de falso linaje, exhibe lujos, saluda con sonrisa ancha y mirada presuntuosa. Porque aquí robar no es vergüenza, sino estrategia. No es delito, sino destreza. La cultura de la corrupción se enseñorea en los pasillos donde se ejerce el poder, en las cafeterías, viviendas y oficinas donde se transan los negocios ilícitos.
Es un fenómeno social y económico, pero, sobre todo, ético. Un pacto siniestro donde uno de los firmantes viste el ropaje del Estado y el otro, con hábil destreza, le enseña la trampa para el delito. Ese proceder se conoce en los contratos amañados, los llamados cupos indicativos, las nóminas paralelas, la transacción en una multa, el acuerdo de un puntaje en una licitación, un fallo injusto y hasta en los “elefantes blancos”, que se descomponen bajo el sol de la corrupción, que opera con la precisión de un reloj suizo aceitado por la indiferencia de los organismos de control, más atentos al poder que a la justicia.
Pero no siempre fue así. Hubo una época, en los albores de la República, en que el Libertador Simón Bolívar, asqueado por las coimas de sus propios colaboradores tras el primer empréstito inglés, no vaciló en establecer la pena capital para quienes se apropiaran de los bienes públicos. Fue en una partida de tresillo en Hato Grande, según cuentan, donde demostró su airado disgusto por esa costumbre, que posteriormente le causó persecuciones.
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Después vinieron otros capítulos de ignominia: la venta vergonzosa del istmo de Panamá, aunque el amigo historiador Óscar Alarcón dice en su libro “Panamá siempre fue de Panamá”, para resaltar, en mi criterio, el carácter e identidad de ese departamento de la Gran Colombia. En esa venta de parte de nuestro territorio, se dice que recibieron sobornos el presidente de la República de entonces, José Manuel Marroquín, y las autoridades militares destacadas en Panamá.
Posteriormente llegaron las privatizaciones aceleradas de las empresas de servicios públicos y del sector financiero en poder del Estado: la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá en la alcaldía de Jaime Castro; la “apertura económica” de César Gaviria, que privatizó 30 entidades financieras; Juan Manuel Santos, que vendió Isagén y la Electrificadora de Boyacá; y, en el gobierno de Iván Duque, se vendieron hasta las reservas en oro de la Nación. En cada caso, se ha borrado el rastro de los funcionarios investigados y de los expedientes escondidos.
La corrupción en nuestro país ha llegado a límites insospechados desde que nació el Frente Nacional, en que hemos ocupado, desde hace varias décadas, los primeros lugares en corrupción. A tal punto, que un exfiscal general compró un apartamento en Panamá por 3 millones de euros, a través de una empresa de fachada en Panamá, como denunció la prensa nacional, y resultó relacionado en el caso de Odebrecht, la más grande trama de corrupción de América Latina.
La corrupción no solo drena los recursos, sino que distorsiona la conciencia nacional, crea un modelo de generaciones que aprenden que el éxito no nace del esfuerzo, sino del atajo. Que la ley es negociable y la ética, una entelequia. Y así, las instituciones quedan sin legitimidad, los servidores públicos sin vocación, y el ciudadano sin fe.
Peor aún, las entidades llamadas a custodiar la transparencia —la Contraloría, la Procuraduría, la Fiscalía— han terminado, muchas veces, convertidas en figuras decorativas. La primera, atrapada en el tiempo de lo ya consumado con el control posterior. La segunda, ausente en las instancias decisivas e imponiendo la costumbre de los fallos personales y no institucionales. La tercera, más interesada en blindar al gobierno de turno que en aplicar la justicia.
Mientras tanto, el dinero robado, el dinero del pueblo, se cifra en billones. No puede garantizar la leche del niño ni el cuaderno del adolescente, porque los presupuestos fueron capturados por una élite que convirtió el erario en botín de guerra. ¿Qué futuro puede prometer una nación que desatiende a sus más vulnerables y recompensa a sus más voraces, como a los bancos?
La solución de fondo exige una cirugía moral profunda, que no se resuelve con una consulta popular, sino una Constituyente que elimine el sistema bicameral del Congreso, se reforme la justicia, el poder presidencial, se imponga la descentralización y se fortalezca la educación, para que se empiece por reeducar a una ciudadanía adormecida, que entienda que el Estado no es botín, sino un bien común.
Necesitamos, para ello, docentes con alto sentido de solidaridad social que refunden la cultura política desde la raíz, formando ciudadanos antes que funcionarios, con ética antes que normas, que conozcan que lo público es sagrado y que la dignidad no se negocia. Se necesita una educación que no se limite al saber técnico, sino que cultive el carácter, que enseñe a decir no, a resistir el soborno, a preferir la honradez y que no se tolere la impunidad.
Que el control no sea posterior, sino preventivo. Que la vigilancia no esté capturada por los intereses del gobierno de turno. Que los delitos contra el erario no prescriban jamás. Que quien robe, sea castigado. Y que quien denuncie esté protegido y no como le sucedió a la llamada “Fiscal de hierro”, que denunció a Francisco Barbosa y debió renunciar.
Pero, sobre todo, se necesita voluntad política. No la de los discursos, sino la de las renuncias. Que alguien tenga el coraje de apagar las luces de este teatro de simulacros, de desmontar los privilegios, de acabar con la herencia colonial de los apellidos y del todo vale. Y entonces, sí, fundar una nueva ética pública donde la palabra servicio recupere su dignidad original.
El día que Colombia entienda que no se trata solo de investigar al corrupto y no condenarlo, de insultar de manera miserable a un presidente por sus aciertos o errores, de extinguir la cultura de la corrupción, ese día habremos dado el primer paso real hacia una República verdadera. Porque mientras no cambiemos la lógica del poder, el dinero seguirá dictando las leyes con la depravación de las redes sociales que se pasean sin control y escriben la historia con el insulto y el “chisme”, para que no haya paz ni progreso en Colombia.
Se requiere de acuerdos y consensos para los cambios que requiere el país, que eviten los enfrentamientos inútiles entre los poderosos de la economía y los necesitados. Y lograrlo depende de la decisión de las gentes que deseen la paz y la reconciliación nacional, con arreglo a los procedimientos establecidos en la Constitución y la ley.
Que se convoque a las universidades, los rectores de las instituciones educativas, los intelectuales, los profesionales y los gremios, con el propósito de que propongan fórmulas orientadas a un gran acuerdo nacional que ponga fin al enfrentamiento irracional de los partidos políticos y a la persistente desigualdad que aqueja a la nación.
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