Periodismo de análisis y opinión de Ibagué y el Tolima

Destacadas

La apariencia de la riqueza

La apariencia de la riqueza

Por: Edgardo Ramírez Polanía

En algunos países del mundo, el individuo mantiene la necesidad de fingir. En Hispanoamérica ha sido una vieja costumbre heredada de los españoles prestamistas, que siempre ocultaban lo que tenían, mientras que los pobres exhibían y aparentaban riqueza, porque el éxito se consideró económico. Todavía continúan los menos afortunados con la costumbre de aparentar.

El aparentador sabe que no solo está endeudado económicamente, sino espiritualmente. Su necesidad de parecer lo vuelve dócil ante el discurso de la fuerza. Cree que la “mano dura” es progreso, que la represión es justicia, que el castigo es orden. Así, se vuelve el votante ideal del autoritarismo y la imposición para obedecer sin comprender y vota contra sí mismo.
 
Las democracias de Latinoamérica se erosionan entre la apariencia, el endeudamiento y el nuevo autoritarismo. Una forma de gobierno carcelero que reprime y viola los derechos humanos con el pretexto de la seguridad de la nación. 

En América Latina vivimos en un espejismo. Mientras los pueblos se hunden en la precariedad por la concentración de la riqueza en pocas manos, las ciudades se visten de abundancia fingida. La pobreza ya no avergüenza sino se enmascara. Y cuanto más pobre es el hombre, más necesita aparentar que no lo es. El rico, en cambio, cuida su secreto y esconde su fortuna en fideicomisos, tierras o paraísos fiscales.

El crédito ha reemplazado al ahorro, la marca al mérito y la vanidad al pensamiento. Nos endeudamos para sostener la ilusión de pertenecer al círculo de los exitosos o importantes. Así, el pobre se convierte en prisionero de sí mismo, que paga intereses por parecer, mientras el rico cobra dividendos por ocultar. Ambos terminan sirviendo al mismo dios del gran poder económico, que dicta modas, creencias y hasta partidos políticos.
 
Por eso, no sorprende que los sectores más empobrecidos sigan a los partidos del gran capital. No lo hacen por convicción ni por conocimiento, sino por imitación. El aparentador, esa figura tan nuestra, es voluble, manejable y busca parecerse a quien lo desprecia. Admira al poderoso porque desea ocupar su lugar, aunque nunca lo alcance. Es la tragedia moral del continente; admirar al opresor y despreciar al igual.
Las regiones necesitadas siempre han sido sensibles a las promesas de los palabreros que les ofrecen la solución de sus necesidades y por tal razón, son vulnerables al convencimiento de los extremismos debido a la falta de análisis en la exigibilidad de calidades de los candidatos de los partidos políticos.

Hoy el desafío tiene un nuevo rostro. El ascenso de la extrema derecha. La llamada cuarta ola del populismo latinoamericano que se entrelaza con la extrema derecha global, que antes representaba Bolsonaro y que hoy encarnan Nayib Bukele, José Antonio Kast y Javier Milei.
 
Estos líderes representan las dos vertientes fundamentalistas del autoritarismo, centradas en el conservadurismo religioso y la “mano dura”, obsesionados con la represión y el orden. Casi todos defienden el neoliberalismo, la privatización de lo público, la mercantilización de la vida y el desprecio por lo común, que llevaron a la ruina a Colombia y de la cual el país apenas comienza a recuperarse.

La ideología de esos extremistas porque conciben la sociedad con una visión única y homogénea que excluye a los “otros”: el inmigrante, el negro, el comunista, el indígena, el miembro de la comunidad LGBTQI, o simplemente aquel que piense diferente a esa ola de tradición y conservación de privilegios.
La derecha democrática debería entender que su futuro no está en el fanatismo, sino en el pluralismo. Si quieren proteger la democracia y participar en un país que elimine los odios y busque el equilibrio con las élites de ambos partidos, haría bien en aliarse con la izquierda democrática y pluralista antes que con la extrema derecha excluyente y única. Pero en Colombia, la derecha no ve en la izquierda un rival legítimo, sino un enemigo a destruir.

Cuando comprendamos que la verdadera riqueza está en la dignidad, la educación y el trabajo solidario y no en el disfraz del poderoso ni en la mano que oprime, entonces habremos encontrado un camino que nos protegerá de ser esclavos de quienes ofrecen plomo de diferentes calibres a cambio del diálogo y los programas sociales que son los que conducen al bienestar y la paz social.

Los ejemplos son notorios y abundan: El Salvador, con Bukele, y Argentina, con Milei, enfrentan economías en crisis, desempleo, represión y degradación institucional. La “mano dura” solo ha demostrado ser eficiente en silenciar disidencias, no en alimentar pueblos. En el caso colombiano hubo una excepción. El gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, que aunque fue una dictadura, hizo la paz y construyó grandes obras para la comunidad.
 
Mientras tanto, Colombia que podría ser un país exportador de alimentos para el mundo, se ha convertido en un potrero. Una res por hectárea, pastos improductivos y grandes haciendas que  deben divisarse en helicóptero y simbolizan más el poder que la productividad. Y la gente del común, aquella que confunden con el comunismo, continúa admirando la riqueza ajena y lo que dicen los noticieros de televisión.

Según cifras del DANE y del IGAC, el 1 % de los propietarios concentra cerca del 50 % de la tierra, mientras el 56 % posee apenas tres hectáreas o menos (La República, Agro Negocios, Universidad Nacional). Esa desigualdad define el rostro agrario del país, donde la tierra se usa como emblema de dominio, no como fuente de alimento.
 
Es una necesidad inaplazable que los jóvenes consideren estudiar, leer y analizar las nuevas tendencias del pensamiento que los hagan más libres, y que comprendan que su futuro no está solamente en las redes sociales como medio de comunicación, sino en la investigación, la permanencia de los valores, la educación y la cultura, para adquirir mejores hábitos que beneficien a la sociedad.

Siguenos en WhatsApp

Artículos Relacionados