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El onomástico de San Bonifacio de Ibagué
Por: Ricardo Oviedo Arévalo
*Sociólogo, historiador, docente
Es inevitable cuando se habla de una ciudad en el nuevo mundo, reseñar a sus fundadores, porque en muchas ocasiones, desde la escogencia del santo y de su nombre, fueron seleccionados por ellos.
Estas costumbres históricamente muy arraigadas en las ciudades del Mediterráneo europeo, incluyendo la icónica Bizancio, en el caso de Ibagué no fue la excepción, su fundador el castellano, Andrés López de Galarza (1528-1573), fue quien escogió el nombre de una de las cacicas locales y la bautizó en su honor, Ibagué, encomendándola espiritualmente a manos del monje Benedictino inglés, San Bonifacio, a quien se le atribuye la creación del árbol de navidad.
Después de 475 años, las razones por las cuales se asentó en las breñas de la cordillera central aún están vigentes, estar cerca de afluentes de agua cristalina, protegidas de los vientos de sus altas montañas, que hacen de su clima una dicha, con días calurosos y noches frescas, siendo el mejor doctor para todo tipo de dolencias, pero además, desde el comienzo, su ubicación fue geo estratégicamente escogida para controlar los reales de minas de Mariquita, el ingreso al Pacífico y del valle del Magdalena, además, del paso del Quindío y de la lejana e inhóspita Amazonía, para convertirse en el siglo XIX y XX, en el cruce de caminos de las nacientes red vial que conectaba las ciudades del centro del país.
Por sus caminos transitaron, indígenas guerreros como Calarcá, conquistadores ambiciosos, monjas y frailes piadosos, todo tipo de funcionarios coloniales y aventureros, sabios como Humbolt y Mutis, escritores como Jorge Isaac, Álvaro Mutis y el inefable William Ospina, además ser cuna de ilustres músicos, entre otros, Alberto Castilla, Garzón y Collazos y Silva y Villalba, por sus estrechas trochas transitaron arrieros con sus recuas de mulas rucias, por sus polvorientas calles como nos muestran las imagines capturadas por fotógrafos como: Segundo Tamayo a mediados de los años veinte, o del profesor alemán Horst Martin, en los años treinta del siglo pasado, donde se ve una ciudad marchitada por la pérdida de la llamada guerra de los Mil Días (899-1903), pareciéndose más a una dama empobrecida, pero radiante en medios de sus harapos, hermosa, vibrante y florecida.
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Nadie ha podido contra ella, ni Sangrenegra ni Desquite, ni sus políticos corruptos, menos los temblores y tormentas, al contrario, después de la violencia de los años cincuenta, como el ave fénix, resucitó de sus cenizas, inaugurándose en 1958 el edificio de la gobernación, una de las obras gubernamentales más grande y faustosa del país para la época, bello ejemplar de la arquitectura racionalista, acompañado del edificio del Banco de la República y su icónico Boga, hecho en granito como su gente, pero además, señalándonos el camino del esfuerzo constructivo y colectivo del ibaguereño y su conexión inevitable con el río Magdalena.
En los años setenta del siglo pasado, se celebraron los IX Juegos Nacionales, impulsando el desarrollo urbanístico de la ciudad y colocándola en el radar de ser una de las capitales intermedias con más desarrollo de Colombia.
Todo este impulso cívico generado por una élite comprometida con la ciudad y su gente se ha perdido, en especial, por el surgimiento de una clase política mediática, indolente, cleptócrata, inmediatista y sin visión de futuro, características que nos recuerda el fallecido profesor chileno, Carlos Matus, para identificar una dirigencia mediocre y egoísta, que casi siempre busca su beneficio personal, hoy creo sinceramente que El Boga navega en contravía.
Si el fotógrafo Martín regresara hoy a la ciudad, vería que algunos de los huecos capturados por su cámara aún están presentes, lo mismo que el centro de la ciudad donde nació esta villa, que hoy está abandonado, sucio y con algunas edificaciones que presentan un deterioro evidente, en las noches la inseguridad la desocupa apresuradamente, aunque la ciudad se ha extendido en todas las direcciones, según datos de la Contraloría General y de los veedores ciudadanos- publicados en este portal- miles de usuarios reciben un agua contaminada o sin tratamiento.
El terminal de buses hoy es una antigualla arquitectónica, cada vez, son menos las flotas que lo utilizan, los pasajeros deben ir a las afueras de la ciudad para “gozar” de este servicio, el transporte urbano, no se queda atrás, con buses anticuados, inseguros y contaminantes y con una locura de rutas, que hace que crezca exponencialmente la compra de motos, lo mismo pasa con las plazas de mercado, que se han desbordado a sus calles adyacentes convirtiendo sus alrededores en un gigantesco mercado agropecuario mal oliente al aire libre.
Por todo lo anterior, la villa de Calarcá, Dulima e Ibagué, no requiere una cirugía estética, sino una intervención profunda y para ello se hace necesario que todos sus actores se apersonen del futuro de esta dama maltratada, bella, florecida y musical, desarrollando nuevamente el espíritu cívico de granito de sus gentes, teniendo en cuenta que esta es una tierra de duetos famosos, no de golondrinas solitarias.
El llamado urgente es a la lucha contra la mediocridad, por un cambio de espíritu -verdadera auto-ayuda-, para crear un nuevo libreto y dotar, de esta manera, a esta hermosa ciudad de una renovada bitácora que le dé a Ibagué, una segunda oportunidad sobre la tierra.
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