Columnistas
El Festival Folclórico: Una empresa del corazón

Por: Ricardo Oviedo Arévalo
*Sociólogo, escritor, historiador
Corría el año de 1958 y el Tolima era víctima de la guerra civil de mediados del siglo XX, conocida genéricamente como "La Violencia". Durante este periodo aciago, su población sufrió el peso de las luchas partidistas. Emboscadas, masacres y persecución política convirtieron al Tolima en el epicentro de lo que el sociólogo Orlando Fals Borda denominó "la violencia en Colombia". El gobierno, por su parte, buscó la negociación del conflicto por varias vías: una, la negociación directa con los insurgentes que se resistían a rendirse por miedo a las represalias gubernamentales, y la otra, que culminó en amnistías que posibilitaron la reinserción parcial de los alzados a la sociedad.
Pero también se consideró la inclusión de actividades culturales como parte de la estrategia para resarcir los daños causados por la vorágine de la intolerancia. Aprovechando el espíritu conciliatorio del naciente Frente Nacional, surgió la iniciativa de destacados dirigentes políticos y culturales, entre ellos Adriano Tribín Piedrahíta y Amina Melendro de Pulecio.
En una estocada magistral, presentaron al entonces gobernador, Rafael Parga Cortés, la idea de crear un festival folclórico de las más altas calidades artísticas. Su visión era que no fuera "un pasajero y modesto episodio de entre casa", sino que se convirtiera en "un evento de honda raigambre nacional, con una connotación especial de nuestra idiosincrasia y de nuestro espíritu libertario, altivo y generoso".
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Esta iniciativa recibió el apoyo inmediato del presidente Alberto Lleras Camargo (1958-1962), lo que generó un espacio cultural de gran importancia a nivel nacional. Rápidamente, el festival se transformó en un referente en el imaginario social del Tolima, fortaleciendo su raigambre y elevando su espíritu de pertenencia e identidad regional. Permitió que el tolimense fuera conocido por sus valores más arraigados: su música, sus danzas, sus mitos y leyendas, dejando atrás los recuerdos atroces de su hecatombe social.
Infortunadamente, el legado de estos dirigentes políticos y cívicos, con su alto grado de sensibilidad, se ha desvanecido como la espuma. De los grandes y coloridos desfiles con comparsas, bandas y orquestas, y de las hermosas representantes del folclor a nivel nacional, poco queda. Hoy, el festival se ciñe a un libreto precariamente diseñado que se ha reducido a la experiencia primaria de los sentidos: botas plásticas, sombreros y ponchos son parte de su programación. Nuestra rica y variada gastronomía se ha limitado al tamal y la lechona, dejando de lado nuestro suculento menú gourmet del río y la llanura. A buena hora se suprimieron las polémicas cabalgatas, una tortura para animalistas y caballos. Mientras tanto, en el Huila, las fiestas que se originaron como reflejo de las nuestras, gozan de todo el apoyo gubernamental y cívico, eclipsando con creces la opacidad de las nuestras.
Debemos, por lo tanto, beber del pensamiento de los fundadores de este evento y regresar a una gran alianza gubernamental y cívica, destacando la participación de artistas, artesanos y promotores culturales. Solo así podremos rehacer su libreto y rescatar nuestros orígenes como cultura regional.
Es urgente volver a convertir esta tradición en una festividad y "una empresa del corazón", tan vibrante como querían sus creadores. De esta manera, este evento sería reconocido a nivel nacional más por su contenido folclórico y no por los recurrentes escándalos financieros ni por el descuido de su desbarajustada infraestructura por parte de sus organizadores, como sucede hoy en día.
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