Columnistas
Cuando el encanto termina

Por: Edgardo Ramírez Polanía
*Abogado especializado en Derecho de Familia.
Las personas viven en una confrontación constante, fruto de sus emociones y tensiones, que no desaparecen debido a los complejos intereses de la naturaleza humana.
Los enfrentamientos generan angustias en los individuos, y sólo se liberan de estas a través de la alegría, el amor y el éxito, con las emociones que los mueven. Pero ese encanto no es permanente, sino cíclico, porque las acciones se encuentran en lo más profundo de las pasiones humanas.
Los matrimonios y las uniones libres, que han sido el fundamento de la sociedad, permanecían varios lustros. Hoy duran menos por la falta de tolerancia y entendimiento, las diferencias culturales, económicas o sociales. Y, de pronto, el encanto se quiebra y el vínculo se desplaza. El diálogo que parecía fluir sin obstáculos, tropieza; la comprensión se vuelve difícil y la pareja se siente habitada por el silencio y la lejanía.
Súbitamente, una palabra dura, una opinión disidente, bastan para cavar el abismo y levantar el puente levadizo entre dos almas, dos sensibilidades, dos inteligencias. Es inútil e irremediable atrapar esa alma altiva y fugitiva sin sellar la débil grieta, porque el cine, las telenovelas y la mala crianza enseñan a odiar, y no a querer y ser comprensivos.
Cuando el encanto desaparece, la incomprensión queda consumada. Las opiniones, las ideas, los sueños, las creencias y las idolatrías quedan a cada lado de cada frontera espiritual. Bastó una exigencia o una contrariedad para que ese ser, que un día se esforzó por forjar una familia, se convierta en un extraño a quien se le debe hacer daño, porque alguno de los que conformaron la pareja le faltó verdadero amor.
Balzac, en su interesante ensayo Fisiología del matrimonio, observó un interesante aspecto de la persistencia del amor al sostener que: “sólo estimamos la posesión de una cosa en razón de los trabajos, los cuidados y los afanes que nos han costado”. Y antes nos había dicho que: “entre dos seres capaces de amar, la duración de la pasión está en razón de la resistencia primitiva o de los obstáculos que las casualidades sociales ponen a su dicha”.
Podríamos entender el principio de Balzac en todo lo que alcanzamos en el mundo: cuanto más padecemos, más dicha nos proporciona la conquista, sea en el amor, una posición laboral y hasta un negocio comercial, para demostrar que no existe la felicidad plena, sino una mezcla de padecimientos, una dosis de sufrimiento, vale decir, la angustia de la vida, a la que se refieren los filósofos existencialistas. Aquellos con los cuales algunos de nuestros intelectuales decían que se sentaban a dialogar en Saint-Germain-des-Prés.
Cuando no existe razonamiento y comprensión, termina el encanto, y el amor se convierte algunas veces en una amistad. Y entonces, el alma, embargada por la disolución, va saliendo de ese lugar agitado de las contradicciones y entra a la tranquilidad del sentimiento, para formar su deseo de realizar con fortaleza aquellas cosas en las cuales estaba limitado, para transformarlas en libertad.
Esa transformación hace a la persona más noble, más bondadosa, en el más puro de los afectos, que es la amistad y la familia, con los sentimientos generalmente más sinceros, más arraigados entre sí a través de los años, que crean una sana conducta de solidaridad y cooperación, con vínculos honrosos y seguros.
Los educadores, que son quienes nos forman, deberían enseñar que se eviten las relaciones de pareja que no funcionan y generan padecimientos de angustia. La repetición cotidiana del disgusto es la mayor desventura del alma, por el tedio mutuo que impide la convivencia y es el anuncio del fin de la relación. No interesa el tiempo de la misma, que con el tiempo se convierte en un hecho pasado y liberador.
Donde no existe amor, la angustia gobierna, y la vida se convierte en una inconformidad para el sujeto pasivo, que es pasajera si existen fuertes convicciones de superación y apoyo. Pero existe la redención para quien ama con verdad, con humildad y ternura. Mientras tanto, el codicioso, el frío, el calculador, termina extraviado en su propio laberinto.
Es común ver que, cuando existe sólo el encanto por el poder, las mujeres que seducen a los hombres creen que, con ello, se llevan una parte de ese ser o participan en el brillo de su gloria, de su fama o de su prestigio; a sabiendas de que el encanto personal de un héroe, de un caudillo, de un artista, de un conductor de masas, es pura plusvalía innecesaria, porque en esos casos las mujeres escogen por los atributos y no por el sujeto.
Los grandes hombres, los hombres poderosos —que no siempre son grandes—, deberían preguntarse lo mismo que el héroe antiguo de las olimpiadas, citado por Monterlant: si las mujeres los aman por lo que son o por lo que representan. “Sin vuestra gloria, podría preferir otros igualmente bellos”, dice la frase del citado escritor.
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