Crónicas

Hernando González un quemador de naves

Hernando González un quemador de naves

 

Por: Carlos Orlando Pardo

Hernando González Mora quemó varias veces las naves y emprendió otras tantas su penoso retorno. Pero estuvo ahí, en su último barco, la literatura y la música, en cuyas aguas navegaba salvando tempestades y escollos para llegar a tierra firme, sin brújula diferente a la de su propio deseo de terminar su novela Bolero, que recoge una época siempre vigente en América Latina y algunos olvidados rincones de Europa. Gonzalez, que a veces era confundido con un médico de igual nombre y apellido o muchos que proliferan en varios lugares de  Colombia, no fue otro distinto al nacido en Cajamarca, la tierra de José Pubén o Jorge Eliécer Barbosa, el amanecer del 27 de enero de 1940.

Estuvimos sentados en la mitad de su estudio, día de sus cuarenta y cinco años, realizando recuerdos y proyectando horas que habrían de venir. Su madre, Blanca Esther Mora y oriunda del norte y Amador González, su padre de nombre novelesco, hijo de uno de los fundadores de Anzoátegui, conformaron una familia de seis hermanos residenciados en Estados Unidos, Bogotá e Ibagué. Pero lleguemos a la infancia. Y en la escuela central que tiene el nombre de Diego Fallon y que el futuro intelectual va a conocer como el primer poeta de su vida, está cantando frente a sus compañeros de banca el poema de La luna en algunos actos escolares. Allí es donde transcurre su primaria habiendo leído El Quijote  a los 11 años, cuyo paseo debe acompañarlo de diccionario para traducir términos por él desconocidos. Adelante, lecturas diversas le condujeron al camino de la crisis donde antiguos y cimentados valores, al igual que la violencia política, le enfrentaban no sólo consigo mismo sino con las autoridades educativas institucionalizadas. Eso lo llevó, como un transeúnte, del colegio Tolimense al San Luis, y finalmente al Nacional San Simón donde terminó su bachillerato. Y en este bambuqueo de su adolescencia, teniendo como condiscípulos a Augusto Trujillo, Luis Eduardo Quintero, Hermes Tovar, Rafael Aguja Sanabria y Humberto Molina, tantos otros que como los mencionados brillaron con luz propia en la vida social, económica, política e intelectual del departamento y fuera de él, organizaron movimientos, paros, protestas, huelgas, por lo cual llegarían a calificarlos como los rebeldes sin causa por mucho tiempo. Corren los años cincuenta y al fondo, en la formación de aquella juventud del colegio fundado por Santander, están las luces de Alfonso Torres Barreto, legendario profesor de varias generaciones. Pero antes de ingresar a terminar su segunda enseñanza, expulsado de los colegios regidos por sacerdotes, Hernando González Mora hace de mensajero en la gobernación bajo el comando sabio y prudente de Darío Echandía, un conductor al que ha de admirar muchos años e imitar en estudios. Los tiempos que corren y su capacidad de líder estudiantil probado, le llevan a ser estudiante de derecho en la Universidad Externado donde fácilmente, por sus arrogancias beligerantes desde lo ideológico, lo sitúan en el Consejo Estudiantil del Alma Mater.

El perfil de América Latina tenía al fondo la Revolución Cubana y la invasión posterior a Bahía Cochinos que ordenaba Jhon Fistgeralt Kennedy surgiendo en las revistas de mano de Jackeline o en envidiables amores con Marilyn Monroe. Pero los furores de aquella juventud formaban mitines y barricadas, comunicados y discursos que iban encaminados a protestar contra la intervención de la autonomía de los pueblos y gritaban a coro consignas que mucho tiempo después se siguen escuchando: "No pasarán", "Abajo el imperialismo norteamericano". En segundo año de derecho, su profesor de economía, Abel Cruz Santos, interfiere la clase para advertir a González, quien leía La Náusea, de Sartre, que pusiera atención o se retiraba, sin que el concentrado lector dejara de cumplirle para no regresar jamás a su carrera. Es el comienzo de la pérdida de un abogado más para el país y la ganancia de un intelectual para las filas del pensamiento libre y clandestino. Es la matrícula a su pasión incabada por el arte, comenzando por escribir teatro, actuando en obras y traduciendo textos como La historia del zoológico de Edward Abee, rescatando a Valle Inclán y participando  en cine como en la película de Julio Luzardo El río de las tumbas, precursora del largometraje nacional. Pero sus ambiciones iban más allá del estrecho marco en que se movilizan los grupos y las gentes y quemando de nuevo sus naves parte rumbo a los Estados Unidos en los finales del año 1964 con apenas su equipaje de sueños y veinticuatro años en la partida de bautismo. Queriendo primordialmente estudiar teatro, ingresa a la academia de Jene Frankel donde tiene como compañeros a estrellas de la talla de Frank Ramírez, el estelar  del "Gallo de Oro" y "Cóndores no entierran todos los días". Del teatro era fácil suponer su paso al cine por las experiencias anteriores y estudia bajo la comandancia de Andreu Sarrais, famoso crítico del séptimo arte. La fotografía, además, complementa su acción totalizante de la imagen en lo que va a desenvolverse años después como uno de los mejores calificados en Colombia. Lo dicen muchas notas dispersas en suplementos literarios y revistas especializadas que encabezan sus portadas con los trabajos médicos y calculadamente artísticos como para causar entusiasmos y elogios merecidos. Junto a Ignacio López Tarso y el mismo Frank Ramírez, en la estadía de casi seis años en Nueva York, comparte las tablas en participación de montajes como Macbeth en español, que le deja bastantes valiosas experiencias. Perfeccionando su inglés, viajando por períodos de seis meses a México o a Boston, participa en la vida estudiantil y cultural entre Cambridge, Harvard y conoce a Salvador Elizondo, José Agustín, Fernando del Paso, jóvenes y contemporáneos suyos, discutiendo a los maestros que empezaban a ser la consagración grande como Rulfo y Fuentes o el esplendor de Agustín Yañez y los lejanos testimonios de los autores de la Revolución Mexicana. En la tierra azteca, acompañado de Gabriel García Márquez quien hacía sus libros en medio del anonimato y el hambre anunciada, va a presenciar el espectáculo de las "Hermanitas Aguila" a quienes por entonces no pueden ver porque ninguno de los dos llevaba corbata, requisito sin falta en aquel sitio.

Los mejores novelistas y guionistas que elaboraban la contracultura hippie contra la sociedad de consumo, gentes como Ginsber, Kerouck, Tomas Wolfe, todos los beatnicks, Bob Dylan, cine Underground, son parte de sus frecuencias y del mundo donde se quemaron tantos y valiosos cerebros de su generación.

En ese marco cultural y político, pasan rápido seis años entre exposiciones y conciertos de rock, extensas sesiones de cine, conferencias y recitales, disciplina de varias y largas jornadas en bibliotecas, combinándolas en un principio, antes de vivir de actividades culturales, con oficios como el de camarero de restaurantes o barman. Todo mientras llega el dinero que habría de ganarse en laboratorios de fotografía, de cine y de otros trabajos que le otorgan por fin una vida comoda. Y en el retorno de los brujos, su regreso al país, viene irrumpiendo con gentes y movimientos en el que participan Pepe Sánchez, Carlos Álvarez, Gabriela Samper, en un cine comprometido con la realidad política y que es reprimido en el paisaje de la falsa democracia. Refugiado por lo tanto en la foto publicitaria, el desfile de modelos, la foto comercial, va con éxito pasando la vida en una época de apartamentos lujosos, bibliotecas almibaradas y los mejores vinos y comidas, hasta que culmina esta etapa en una muestra de su obra completa  que hace en la Universidad del Tolima quien la adquiere toda y hoy se halla dispersa en oficinas y consultorios, residencias burguesas o medianas y cuartuchos de hotel de sus amigos. Con esta exposición quema de nuevo sus naves y comienza a escribir guiones para televisión.

Haciendo miniseries de diez horas como "El Arribista", basada en una obra de Maupassant y  documentales para cine como el del café, un clásico sobre el producto hecho para la Federación de Cafeteros, empieza a redondear otra etapa de su vida. Finalmente, luego de haber publicado relatos en el Literario de El Tiempo como "La memoria de Camila Lara y aparecer en antologías tales como El Tolima cuenta, junto a la plana mayor de narradores de su departamento, dedicado marginalmente a estudios de folclor que conformaron otra de sus pasiones, siguió sobre la máquina de escribir con disciplina de deportista y al ritmo del bolero, buscando hallar la melodía de su prosa para una futura novela que nos quedamos esperando. Entre tanto siguió ahí esperando editar su libro de relatos La vocación de la hermana Ángela, sus crónicas sobre Armero publicadas en El Espectador, las conferencias sobre bolero o música en cuyos temas fue un experto deslumbrante y continuaron sus cuadros al óleo exponiéndose en oficinas, casas y apartamentos, como un reflejo de su talento en otro campo. A quien sus amigos cercanos llamamos Pocalucha como una ironía porque fue notorio su trabajo, siguió estacionado en Ibagué recorriendo sus calles, compartiendo tertulias, rasgando de vez en cuando la guitarra y dejando oir sus últimas lecturas como un devorador incansable de libros. Murió a los 75 años el 14 de enero a las diez de la mañana del 2015 y un día antes estuvimos visitándolo en su lecho convaleciente bajo el clima del barrio Belén. Se hallaba enfermo pero animado y hoy nosotros estamos todo lo contrario con la partida de un amigo entrañable que nos hará siempre falta.

Coletilla: El Cronoista.co con la valiosa colaboración del escritor Carlos Orlando Pardo ha querido rememorar la parida hacia el oriente eterno de Hernando González "Poca Lucha", hace tres  años; periodo que se ha convertido en nostalgias y añoranzas por la falta de su presencia física en las tertulias y en las calles de Ibagué, pero que nos ha dejado su producción y compañía fresca en la memoria.    

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